EL VALOR DE LA VIDA VS EL PRECIO DE LA VIDA.

Hace ya varias semanas que esta sentencia me da vueltas por la cabeza e incluso en alguna ocasión, antes de ese tiempo, lo llegue a comentar con algunos de ustedes. La distancia o los compromisos en general de esta vida moderna, que tiene tanto de moderna y muy poco de vida no nos da para profundizar este tipo de ideas, sin embargo, quiero compartir con ustedes algunas reflexiones a la sazón.

Desde los años 50 del siglo pasado, aproximadamente, ciertas voces y pensadores «calificados» esgrimieron argumentos irrefutables sobre el valor de la vida del ser humano  y adquirió -casi de inmediato- un inalienable, intrínseco e incuestionable valor que no tiene cifra exacta y se le tacha de incalculable. La vida humana alcanzaba un estatus  y una generalidad que no se había tenido en toda la historia de la humanidad. 

Si bien, el judaísmo, el cristianismo, el hinduismo y otras doctrinas religiosas hablaban de lo importante del ser humano, esas valoraciones tenían ciertas distinciones que iban desde el género hasta la casta social. La filosofía también había tocado el tema, incluso desde los peripatéticos, pero existían distinciones -a veces obviadas- que no incluían propiamente a TODOS (otro día comentaremos esta bonita y últimamente, apaleada palabra). El valor de la vida es, en términos históricos, muy reciente.

Hoy en día, nadie, en su sano juicio (permitamos el desliz), o a voz en cuello, bajo cualquier circunstancia pública o social, se atrevería a cuestionar el valor de la vida, y mucho menos, el valor de la vida humana. Nos ha quedado muy claro, casi como la existencia de dios, que la vida de cualquier ser humano es de lo más valioso que existe sobre la faz de la tierra. Es más, hasta el universo ha tomado cartas en el asunto, y ahora está tan pendiente de nuestra existencia. Así de importante es la vida del ser humano.

Instituciones como la ONU, las multifacéticas comisiones internacionales y nacionales de DDHH, los discursos políticos, la CIDH, las campañas publicitarias, las redes sociales. Todos tienen clarísimo el valor tan importante que tiene cada vida humana que, por destino o bendición, camina sobre la faz de la tierra (como todo lo social, se han alcanzado niveles interesantísimos al respecto y esa valoración incuestionable ya alcanzó en años recientes a todos los niveles de existencia, pero ese es otro tema, también).

Insisto, es incuestionable su argumento, su razón y su motivo. A dios y todas su variantes ya se le han cuestionado, pero a la vida, hasta hoy, no ha salido el valiente. Y a como están las cosas, que ni se atreva. Hasta aquí no hay duda. 

Pero, ¿QUÉ PASA CUANDO ESA VALIOSA VIDA TIENE UN PRECIO?

Nadie que este medianamente conectado al planeta -vamos, a su asentamiento irregular, pues- es ajeno a la creciente ola de «desapariciones» (término que dejaremos así, de momento) de jovencitas, mujeres, niños, muchachos que oscilan entre los 10 y 35 años (aproximadamente) y de quienes poco o nada se llega a saber o conocer. Tanto a nivel local, estatal, nacional e incluso internacional, se escuchan constantemente noticias, publicaciones en facebook, twitter, o medios variopintos, sobre personas que son secuestradas, robadas y que se convierten en un auténtico suplicio y tormento para sus familiares.

Sin embargo, es necesaria una distinción estética sobre el tema. No entran en esta categoría (por asunto de retórica) aquellas personas en las que su «desaparición» y posterior hallazgo tienen que ver con lo que se denomina tenebrosamente «crimen organizado». No es que no importen -eso ya se sanjó- pero no entran para el punto que se quiere tratar. 

Puestas las categorías -semánticas, más que metodológicas, en realidad- resulta y resalta alarmante los niveles tan altos de personas (principalmente mujeres) que desaparecen día a día y de las cuales no se vuelve a saber absolutamente nada. NADA. Y es aquí en el que cabe aclarar ese perverso término de «desaparecidas».

Como comentaba alguna vez Milli Corona Ordóñez, la gente NO desaparece. Ni en Harry Potter, ni en Narnia, ni en la Matrix, ni en ningún universo, la gente desaparece. Se trasladan de un lado a otro. Pero ESTÁN EN ALGÚN LADO. Sin embargo, el discurso político y social han taladrado tanto el término que lo damos por válido y tampoco lo cuestionamos. La desaparición habla de final, de punto muerto, de choque contra la pared. Es absoluto. Y la gente NO DESAPARECE. El problema es que no se sabe, no hay manera de conocer en DÓNDE están. O al menos, eso quiere «alguien» que pensemos. Y entonces esto, creo yo, es lo que pasa:

La vida, tan valiosa y tan intocable, tan santificada y tan sagrada, resulta que SÍ TIENE UN PRECIO en el esquema del libre comercio, del capitalismo y del poder del dinero. Y se podría pensar que es alto, que responde a una suma considerable de dinero (como si fuera gran consuelo) y que al menos es una cantidad considerable. Como normalmente sucede (hasta con la Pinal y su programa patético), la realidad es mucho más que lamentable y triste.

La vida humana (esa que es arrebatada en un momento de terror de nuestras vidas) y que acaba en una inimaginable angustia para sus familiares, tiene un PRECIO en el mercado: $2,500.00 PESOTES. Ni una puta vaca vale tan poco. Hay caballos que se venden en más de UN MILLÓN DE DÓLARES. La vida humana, mis estimados, no vale más de tres mil morlacos. Hasta el “smartphone” más pitero vale más que eso.

Hace unos meses ese dato trascendió en los medios en una entrevista realizada a uno de los malandros que tienen por bien dedicarse a semejante labor para subsistir. Y el dato pasó como llegó. El infame declaraba que esa cuantiosa suma es la que les pagan por persona que se llevan. Y como todo en el comercio que se tache de rentable, el negocio radica en el volumen. Camiones enteros y repletos de personas que harían ver al holocausto como un juego de teta (disculpen aquellos de la comunidad judía por el ejemplo, pero es únicamente con fines de dimensionar el terror que se está sucediendo frente a nuestras narices).

Pero ¿cuál es el destino de esas personas? ¿a dónde van a parar? ¿en dónde «aparecen»? ¿cuál es el mercado cuya necesidad y demanda, cubren? Es muy simple:

Tráfico de órganos y trata de personas para prostitución y/o pornografía infantil. 

Ambos, como se sabe, son servicios caros, de muy alta gama (si se me permite el término mercadotécnico) y no cualquiera puede y quiere pagar cantidades gigantescas de dinero -o a veces, lamentablemente- no tan altas. Ese es el gran negocio.

Ahora bien, no creo, por mucho, estar descubriendo el hilo negro o el agua hervida. La pregunta en realidad (pregunta tonta de cualquier manera) es ¿por qué no se combate? ¿por qué se permite? ¿qué carajos nos pasa?

Un negocio multimillonario que debe de dejar cuantiosas sumas de dinero (ahí métanse a averiguar, no quieran que todo lo haga yo) y que da un golpe de realidad al auténtico valor de la vida humana.

Somos buenos para la farsa y para el discurso de doble filo. Por un lado nos tatúan en el subconsciente que la vida humana tiene un valor incalculable, mientras que en el comercio, el precio está perfectamente calculado y es un bien intercambiable. Como todo en este lugar. O ¿cuál es la intención de vendernos semejante mentira? ¿para qué? ¿qué se gana? ¿quiénes ganan? ¿qué tratan de hacernos creer ciegamente? 

Cierro con las siguientes preguntas (dos nada más): ¿cuánto estás dispuesto a pagar para salvar a tu ser querido cuando necesite de un transplante que no encuentras por los caminos oficiales? ¿cuántos videos  pornográficos de jovencitas compartes por redes varias ?

Respuestas obvias, pareciera. Pero esas se las dejo para que las comenten, si es que llegaron hasta este punto del texto.

Avedrio
Ricardo Meza
@avedrio

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